Después de pasar toda la noche braceando
en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo
cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se
arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de
rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a
ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio
que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un
desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente
vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó
a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste,
lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada
vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es
posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de
alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas
del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para
bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta
ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó
la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más
rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún
concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser
porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color
fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para
preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del
domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez
para ayudarle en las tareas domésticas.
El hombre, incapaz de seguir escuchando
la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino
hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena.
Francisco Rodríguez Criado
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